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JUAN RULFO EL FOTOGRAFO
Por Gabriel Uribe
Especial para VANGUARDIA LIBERAL , Bucaramanga, domingo 27 de agosto de 1989
En Estrasburgo, la exposición de fotografías de Juan Rulfo tuvo lugar en un salón de la FNAC, la célebre cadena de librerías francesa. Llamó la atención del público ante todo por dos cosas : el tema, de todos modos cargado de exotismo para un europeo, y el autor de la obra, quien ni siquiera era fotógrafo, o no lo era al menos en el sentido cabal del oficio, ya que jamás vendió una de sus magníficas tomas.
Por Gabriel Uribe
Especial para VANGUARDIA LIBERAL , Bucaramanga, domingo 27 de agosto de 1989
En Estrasburgo, la exposición de fotografías de Juan Rulfo tuvo lugar en un salón de la FNAC, la célebre cadena de librerías francesa. Llamó la atención del público ante todo por dos cosas : el tema, de todos modos cargado de exotismo para un europeo, y el autor de la obra, quien ni siquiera era fotógrafo, o no lo era al menos en el sentido cabal del oficio, ya que jamás vendió una de sus magníficas tomas.
El encargado de presentar la exposición fue el escritor Fernando del Paso . Hizo un recuento sucinto de la vida de Rulfo.
Fernando del Paso (der.) y Gabriel Uribe
(Click sobre las imágenes para ampliarlas. Click en "Atrás" en la barra para regresar al aquí)
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Quedamos apenas ante las fotos los amigos de Rulfo, pero no quedamos solos sino con Fernando del Paso como guía, que nos lleva, que nos va adentrando con su voz pausada en cada una de esas imágenes que no dejan de parecer fotos prematuramente envecejidas y a las que hay que acercarse a veces a pocos centímetros para atisbar mejor.
Aparece entonces un mundo que de alguna manera ya conocemos y que nada, o muy poco, tiene que ver con la representación caricatural que transmiten los corridos y rancheras, esas canciones dolidas de una tierra de machos.
EL MUNDO DE RULFO
Es la visión de una tierra, sí, una parcela específica y delimitada del mundo, con sus hombres, sus cosas y esa aire de fatalidad imbuida, inherente, histórica, producida por un destino que ha consistido en sembrar esperanzas y recoger frutos amargos, tales la frustración, el atraso, la dependiencia, todo ese lote de desventajas reservadas a los países situados al sur del Río Grande.
El mundo reflejado en esas fotografías no es otro sino el de Rulfo. Los hombres, también. Ya no son los hombres del maíz de Miguel Angel Asturias, ese otro obseso de su tierra; son los hombres sin más, a secas, sin rastro alguno de pasado mitológico, ni siquiera campesinos sino suburbanos, aparentemente engendrados por el lugar mismo, brotados como único fruto de esas tierras secas y áridas.
Y en esa tierra desolada, junto con los hombres están las cosas. Son pocas, pero las hay, como para contrarrestar la impresión que nos produce la presencia avasalladora de la tierra mexicana y sus hombres, en cada recuadro. Son casi siempre objetos de fabricación casera o que el uso ha convertido en familiares, en imprescindibles, cosas que no adornan ni estorban, elementos esenciales de una vida vuelta toda hacia lo cotidiano : aperos recién sudados, ollas de metal y de barro, una azada, cercas de alambre para delimitar el campo, el propio y el ajeno.
EL REFUGIO DEL ALMA
Pero el elemento básico, no sólo de la composición fotográfica sino de la vida captada por la cámara, es el arquitectónico. Calles como caminos, ondulantes, de rumbos inciertos; plazoletas donde debió haber sonado la música horas antes, o en otros días, en otro tiempo y que recorren gentes resignadas, de aire duro y sin embargo alegres; y siempre casas, de las que parecen ranchos y de las que son simplemente casas, pero todas con esa apariencia de haber sido edificadas ya viejas.
Sentimos que en una de esas casas se refugió el alma en pena de Damiana Cisneros, la de Pedro Páramo, y que los hijos y entenados de éste debieron deambular por esas calles tortuosas y mal empedradas, cuajadas de polvo.
Es la visión de una tierra, sí, una parcela específica y delimitada del mundo, con sus hombres, sus cosas y esa aire de fatalidad imbuida, inherente, histórica, producida por un destino que ha consistido en sembrar esperanzas y recoger frutos amargos, tales la frustración, el atraso, la dependiencia, todo ese lote de desventajas reservadas a los países situados al sur del Río Grande.
El mundo reflejado en esas fotografías no es otro sino el de Rulfo. Los hombres, también. Ya no son los hombres del maíz de Miguel Angel Asturias, ese otro obseso de su tierra; son los hombres sin más, a secas, sin rastro alguno de pasado mitológico, ni siquiera campesinos sino suburbanos, aparentemente engendrados por el lugar mismo, brotados como único fruto de esas tierras secas y áridas.
Y en esa tierra desolada, junto con los hombres están las cosas. Son pocas, pero las hay, como para contrarrestar la impresión que nos produce la presencia avasalladora de la tierra mexicana y sus hombres, en cada recuadro. Son casi siempre objetos de fabricación casera o que el uso ha convertido en familiares, en imprescindibles, cosas que no adornan ni estorban, elementos esenciales de una vida vuelta toda hacia lo cotidiano : aperos recién sudados, ollas de metal y de barro, una azada, cercas de alambre para delimitar el campo, el propio y el ajeno.
EL REFUGIO DEL ALMA
Pero el elemento básico, no sólo de la composición fotográfica sino de la vida captada por la cámara, es el arquitectónico. Calles como caminos, ondulantes, de rumbos inciertos; plazoletas donde debió haber sonado la música horas antes, o en otros días, en otro tiempo y que recorren gentes resignadas, de aire duro y sin embargo alegres; y siempre casas, de las que parecen ranchos y de las que son simplemente casas, pero todas con esa apariencia de haber sido edificadas ya viejas.
Sentimos que en una de esas casas se refugió el alma en pena de Damiana Cisneros, la de Pedro Páramo, y que los hijos y entenados de éste debieron deambular por esas calles tortuosas y mal empedradas, cuajadas de polvo.
EL FOTOGRAFO
Juan Rulfo, el fotógrafo, está dentro y a la vez fuera de esas imágenes, que no son una copia real e inmediata de un mundo positivo, externo, sino apenas rastros de su propio mundo o, situándonos en lo estrictamente objetivo, una manera de ver, la suya, conjugada con las posibilidades que le brinda la cámara, ese artefacto que en sus manos se ha convertido en instrumento para descubrir la belleza.
Y en cada fotografía está presente ese mundo desesperanzado y todo coraje del gran escritor mejicano. Los enfoques no cuentan, ni la perspectiva ni los efectos de luz. Son aditamento. La visión rulfiana, total, obsesiva de ese mundo que lo rondó en vida y que lo acosó en sus sueños dirigidos de creación litararia, es la única válida para comprender, para ver mejor lo que quieren decirnos esos cactus ríspidos en el paisaje, con sus flores de desierto, extrañamente hermosas y lozanas en el suelo más inhóspito, como un nuevo símbola náhuatl.
Insistimos en que la cámara, como instrumento, pudo haber sido precaria, pero el hombre que la manejó era un artista. Un intuitivo, como nos lo recalcó Fernando del Paso, y quizá por eso mismo alguien que en el momento de oprimir el obturador, estaba seguro de no equivocarse.
Tomó sus fotos como escribía sus libros, secretamente. Y nos dejó, sin pensarlo, sin quererlo quizá, la parte complementaria de su visión escrita.
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(Artículo y foto tomados del Suplemento Dominical de VANGUARDIA LIBERAL, Bucaramanga, domingo 27 de agosto de 1989)
Juan Rulfo, el fotógrafo, está dentro y a la vez fuera de esas imágenes, que no son una copia real e inmediata de un mundo positivo, externo, sino apenas rastros de su propio mundo o, situándonos en lo estrictamente objetivo, una manera de ver, la suya, conjugada con las posibilidades que le brinda la cámara, ese artefacto que en sus manos se ha convertido en instrumento para descubrir la belleza.
Y en cada fotografía está presente ese mundo desesperanzado y todo coraje del gran escritor mejicano. Los enfoques no cuentan, ni la perspectiva ni los efectos de luz. Son aditamento. La visión rulfiana, total, obsesiva de ese mundo que lo rondó en vida y que lo acosó en sus sueños dirigidos de creación litararia, es la única válida para comprender, para ver mejor lo que quieren decirnos esos cactus ríspidos en el paisaje, con sus flores de desierto, extrañamente hermosas y lozanas en el suelo más inhóspito, como un nuevo símbola náhuatl.
Insistimos en que la cámara, como instrumento, pudo haber sido precaria, pero el hombre que la manejó era un artista. Un intuitivo, como nos lo recalcó Fernando del Paso, y quizá por eso mismo alguien que en el momento de oprimir el obturador, estaba seguro de no equivocarse.
Tomó sus fotos como escribía sus libros, secretamente. Y nos dejó, sin pensarlo, sin quererlo quizá, la parte complementaria de su visión escrita.
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(Artículo y foto tomados del Suplemento Dominical de VANGUARDIA LIBERAL, Bucaramanga, domingo 27 de agosto de 1989)
* Complementaciones (Abril 28, 2008):
---> Sobre Rulfo y sobre Rulfo fotógrafo:
http://www.jornada.unam.mx/2007/02/14/index.php?section=cultura&article=a04n1cul ( Dan a conocer fotografías inéditas tomadas por Juan Rulfo. La Jornada, Mx. 14 de febrero de 2007 ). Una de estas fotos amplaida: http://www.jornada.unam.mx/2007/02/14/fotos/a04n1cul-4.jpg
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Además de los textos que aquí se publican, otros en:
[Ver todos sus blogs]http://blog.myspace.com/index.cfm?fuseaction=blog.ListAll&friendID=242354887
Matriz: http://www.myspace.com/gabrieluribecarreno
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LOS DOMINGOS DE JULIO OLACIREGUI
Por GABRIEL URIBE* g.uribe@hotmail.fr
LOS DOMINGOS DE CHARITO, novela de Julio Olaciregui, Editorial Planeta, Bogotá, 1986
Tomado del Magazine Dominical de VANGUARDIA LIBERAL, texto publicado originalmente por Revista Dos Mundos N° 3, Bogotá, 1988
Publicado en NTC … 285 del 16 de Abril de 2008 **
El domingo, día de descanso por excelencia, es un tiempo fuera del tiempo. Día extra en el mundo del trabajo, período no contabilizado para las cosas importantes, tiempo asignado al ocio, al descanso obligado.
El narrador de la novela de Julio Olaciregui encontró la manera de convertir el domingo, sus domingos, en literatura. Sin embargo, no sólo el narrador vive el día de su creación en un domingo. También los personajes perduran a lo largo de un lapso de tiempo en que el trabajo, la familia, los amigos, todo, parece hacer parte de un juego y que en la novela no sería otro que el verdadero juego de la vida, para decirlo con aire de canción.
Un crítico francés dice que los personajes de Marguerite Duras viven en vacaciones perpetuas. Los de la novela de Olaciregui, viven en un domingo indefinido y constante. Ninguna actividad, ninguna función de tipo salarial tiene el sello distintivo del mundo del trabajo. No deja de ser sintomático que el narrador haya escogido precisamente el domingo como pivote del mundo que se propone engendrar.
Aquí, contrariando a las Sagradas Escrituras que dedican ese día al descanso, el narrador trabaja; pero trabaja en algo que es considerado como un juego, que hasta nos parece fácil (no olvidamos que al lado del narrador, llevándole la mano, hay un escritor hábil, conocedor ya de su oficio). El juego de la escritura, ya se sabe, no es cualquier tipo de juego sino el juego de los juegos, ése donde las reglas las fija el jugador mismo.
Pero volvamos al domingo, que en esta novela es dos cosas al mismo tiempo: de una parte, es el día en que el narrador se refugia en su cuartito aislado del mundo (París) para reconstruir su mundo propio (Barranquilla) a partir de vivencias próximas y lejanas. De otra parte, el domingo es también el día de la novela, su tiempo ejemplar, ese que gira y que pasa a lo largo de las 280 vueltas de página de un mundo donde todo, desde las ideas políticas hasta el sudor que permite ganar el pan diario, tiene el carácter de lo provisional, de lo inestable, del mientras tanto, la pausa del domingo.
En ese juego novelesco todo es terreno elusivo, cambiante como la forma misma de la novela, forma cuya única misión parece ser la de dejar florecer y hacer desaparecer en seguida un mundo donde el verbo es rey; la palabra es instantánea, volátil. No sobra recordar que, tambien aquí, las imágenes sucesivas que la novela nos entrega están hechas de la misma materia que las frases de aquel libro de arena de que nos habla Borges, y más nos vale mirarlas, es decir leerlas bien de una vez por todas, porque van a desaparecer de nuestra sensación (de nuestro juego) para siempre. Los Domingos no sirve como libro de cabecera. Ninguna lectura posterior, ningún análisis podrá devolvernos la primera, irrecuperable maravilla.
Y como la forma de la novela, los personajes que encontramos son libres, no importa que sean a veces sólo un nombre y que hasta los confundamos, ni que detrás de ellos o dentro o en algna parte sospechemos la presencia del autor insuflándoles una vida de papel y tinta para que sean lo único que les está dado ser: personajes de ficción. Son libres pero no sufren de crisis existenciales, no los desgarra ninguna encrucijada, no les atormenta ni les asusta el mañana, se ríen serenamente de la finalidad que pueda tener el (su) mundo. Sin embargo, son seres determinados, compuestos a la medida de la novela que los contiene, que los transporta de una página a otra, hechos para vivir, es decir para durar mientras dura la vida, mientras corre el tiempo de la novela, ese espacio para ellos insustituible, limo vital que además de contenerlos les permite revelarse, llegar a ser.
Julio Olaciregui le vuelve completamente la espalda al famoso consejo que Flaubert daba a Maupassant: describir un caballo de tal manera que se nos aparezca en su esencia real, inconfundible entre cincuenta caballos del mismo color y de la misma raza. El narrador de Los Domingos no se presta para ese ejercicio de individuación estética.
Por el contrario, el narrador toma cosas, personajes y situaciones como si buscara, no que se confundan, pero sí mostrarnos hasta qué punto son y somos semejantes, cómo nos parecemos y cómo la vida cotidiana es cotidiana para todo el mundo, en todas partes.
Hasta los personajes que pudiéramos llamar caracterizados, enteros, dejan un margen enorme de libertad al lector, que puede imaginarlos, cercarlos, acomodarse a ellos y con ellos divagar, acompañarlos en búsquedas y errancias por esa Arenosa de sueños, tan huidiza y sin embargo tan presente. Fijémonos que la Barranquilla de la novela no está descrita, no es un lugar, es una atmósfera.
Ninguno de los seres anónimos que pueblan el universo de Los Domingos está instalado en la vida de una vez y para siempre. Incluso don Narci y la niña Marleni, tan "habituales" en su vida normal de todos los días, son presencias que están de paso. Sin utilizar recursos desmedidos, sin hacer contorsiones con la estructura del libro ni alambiques con la lengua, sin complicarle la vida a los personajes ni atormentar la inteligencia del lector, la novela nos entrega sus diferentes tiempos como sobre una plataforma, perspectiva móvil, especie de presente contínuo, reiterativo a veces como el de los sueños.
La intriga, diluida, tenue, casi inexistente se parece al destino de los personajes, destino incierto y, como el de cualquier ser humano, destino sólo al final, con la última página del libro, o con la muerte. Como no existe la tensión del suspense, ese hilito mentiroso que nos va tironeando, el personaje vive libremente su destino, y le va dando, en cada una de sus acciones, un último toque. Pero la intriga no nos interesa, el autor se las arregla para que la olvidemos pronto.
Lo que nos interesa no es ya qué va a hacer cada personaje sino el hecho inmediato, escueto de estar leyendo un libro, yendo al encuentro de lo que nos propone la página, adentrándonos en una novela que se burla con eficacia de las convenciones del género. La palabra del narrador describe pero la descripción no es el inventario detallado del naturalista sino más bien la narración misma hábilmente camuflada; los diálogos, por su parte, vehiculan una resonancia descriptiva.
Con su manera cuidadosamente espontánea de contarnos las cosas, Olaciregui-el-narrador está dentro y fuera de los personajes, cambia de voz y de óptica, se sitúa cada vez en la perspectiva más adecuada, no para hacernos ver a la manera behaviorista, ni para obligarnos a palpar el realismo de su palabra, sino para cumplir la misión del narrador simplemente, es decir para estar ahí con su tiempo libre del domingo, contándonos, permitiéndonos que le sigamos su cuento.
Si Julio Olaciregui no fuera el escritor avezado que es, se podría pensar que se impuso como tarea el evitar la banalidad de lo típico, sin dejarse caer en la abstracción de un imaginario desarraigado. El carnaval de Barranquilla, por ejemplo, pasa de verdad ante nuestros ojos, se nos mete en los oídos; no es una descripción de colores subidos y folcror romántico, no es un paisaje de cromo ni de tierra querida y eso, no es tampoco la visión rápida del turista ni la estrecha del lugareño; el carnaval pasa de verdad porque lo vemos, y lo sentimos porque estamos inmersos en él, somos parte del recuento perfectamente concertado, aunque esporádico, de las situaciones que afectan a los personajes, esa especie de mínimos, instantáneos aconteceres, serie sucesiva de vivencias de una pandilla alegre que se incorpora a la fiesta multitudinaria, y nosotros con ella.
De tal manera que junto con los personajes nos adentramos en el Carnaval. Pero sin romperlo ni mancharlo, igual que Fabricio del Dongo en la batalla de Waterloo, participando sólo parcialmente de las cosas, humana y no divinamente, con las mismas prerrogativas que cualquier otro enfiestado.
Y como la del Carnaval, las otras situaciones son fieles reflejos del suceder cotidiano. Ni son comienzo ni son fin de nada. Y aun esa acción decisiva y que en otro contexto se prestaría a lo melodramático, el abandono del hogar por parte de Charito, se inscribe en un suceder minucioso de actos intrascendentes, de fallidas esperanzas, en ese deambular contínuo de personajes que creyendo saber qué son, quiénes son, no terminan nunca por encontrarse a sí mismos.
Pero esos seres que ocupan el centro del mundo porque son personajes de novela, que viven a la deriva de ese domingo sin fin en que se han convertido sus vidas, no son puros; están contaminados por la realidad de este lado del libro, expuestos a la mirada inteligente del mago que los ha ido sacando de la manga, para verlos crecer a medida que se acumulan las páginas, verlos afanarse en vaivenes mezquinos, desear el cielo, gozar a sus ratos, soportar a sus semejantes.
Es como si Augusto, Vicente, Charito y los otros se hubieran ido apareciendo por turnos, necesitados de venir a la vida, y entonces Olaciregui-el-autor los hubiera enviado donde el otro, donde Olaciregui-el-narrador enclaustrado en su cuartito de París. El narrador los deja venir a visitarlo, dispuesto a no hacerles mucho caso, divertido y resuelto sin embargo a seguirles el juego, pero a distancia, para ver hasta dónde llegan, sin fijarles límites ni horarios, sin tomarlos ni tomarse nunca en serio.
Hay una técnica hábil, sutil, dosificada a lo largo de la novela, técnica sin ningún tipo de alarde ya que es una batalla ganada en el momento mismo de librarse, en el campo de la escritura. Ningún relente de teorías, ningún propósito extra novelístico viene a empañar la página; el verbo no está, le verbo es, desde el principio, y corre con derecho propio por su vasto y exclusivo dominio.
Sin embargo, pese a toda su discreción, el escritor, consciente de sus propósitos y sabedor de los medios de que dispone para lograrlos, se delata, se deja atrapar, lúcido, irónico, mordaz a veces y nostálgico en el vuelo de más de una frase. Si fuera obligado establecer una comparación entre ésta y otra novela, lo haríamos poniendo en el otro platillo de la balanza una obra que sería, a la vez, la más próxima y la más lejana respecto a la que estamos comentando: Hasta el sol de los venados. Sólo la novela de Perozzo, esa ambiciosa formulación verbal, recia, poética y desmedida, serviría de contrapeso a la de Olaciregui, confesión íntima ésta, pública carta de amor por la vida y las cosas de la vida, diario de una nostalgia recreada. Entre las dos novelas, para el desprevenido lector, quizá la de Julio Olaciregui tenga una ventaja: menos páginas.
Para terminar, digamos que en Los domingos de Charito hay un propósito permanente de construcción, más que de información estética. Su misma composición, peligrosamente centrífuga, se manifiesta en su división más aparente, la externa, esa de partes y capítulos que toman sus nombres de los puntos cardinales, visión horizontal del mundo, tensión espacial de lo plano, a las que se añaden el cenit y el nadir, la visión vertical, para darnos, ya no en palabras sino por la vía de un orden puramente estético, la tensión total del espacio de la novela como libro. Los capítulos que componen estas partes toman sus nombres de los días. Pero, además, para acentuar las oposiciones, esta rosa de los vientos está complementada por el color: blanco, negro, rojo y azul. Por eso decimos que en esta organización de las grandes partes del texto narrativo está ya implícita la intención del autor, que no es la de concentrar en unos cuantos párrafos, en unas líneas, una historia, un destino, sino al contrario, extender, sin distorsionar ya que la escritura reposa sobre firmes coordenadas que el autor ha previsto, esos destinos, esas historias que se desprenden de una trama única: la propia del escritor, quien ejerce una actividad de domingo para realizar su función, el gratuito oficio de traer personajes al mundo, "preocupado por retener los días y las substancias, al pie de la letra".
Estrasburgo, Julio de 1988. g.uribe@hotmail.fr
---Por GABRIEL URIBE* g.uribe@hotmail.fr
LOS DOMINGOS DE CHARITO, novela de Julio Olaciregui, Editorial Planeta, Bogotá, 1986
Tomado del Magazine Dominical de VANGUARDIA LIBERAL, texto publicado originalmente por Revista Dos Mundos N° 3, Bogotá, 1988
Publicado en NTC … 285 del 16 de Abril de 2008 **
El domingo, día de descanso por excelencia, es un tiempo fuera del tiempo. Día extra en el mundo del trabajo, período no contabilizado para las cosas importantes, tiempo asignado al ocio, al descanso obligado.
El narrador de la novela de Julio Olaciregui encontró la manera de convertir el domingo, sus domingos, en literatura. Sin embargo, no sólo el narrador vive el día de su creación en un domingo. También los personajes perduran a lo largo de un lapso de tiempo en que el trabajo, la familia, los amigos, todo, parece hacer parte de un juego y que en la novela no sería otro que el verdadero juego de la vida, para decirlo con aire de canción.
Un crítico francés dice que los personajes de Marguerite Duras viven en vacaciones perpetuas. Los de la novela de Olaciregui, viven en un domingo indefinido y constante. Ninguna actividad, ninguna función de tipo salarial tiene el sello distintivo del mundo del trabajo. No deja de ser sintomático que el narrador haya escogido precisamente el domingo como pivote del mundo que se propone engendrar.
Aquí, contrariando a las Sagradas Escrituras que dedican ese día al descanso, el narrador trabaja; pero trabaja en algo que es considerado como un juego, que hasta nos parece fácil (no olvidamos que al lado del narrador, llevándole la mano, hay un escritor hábil, conocedor ya de su oficio). El juego de la escritura, ya se sabe, no es cualquier tipo de juego sino el juego de los juegos, ése donde las reglas las fija el jugador mismo.
Pero volvamos al domingo, que en esta novela es dos cosas al mismo tiempo: de una parte, es el día en que el narrador se refugia en su cuartito aislado del mundo (París) para reconstruir su mundo propio (Barranquilla) a partir de vivencias próximas y lejanas. De otra parte, el domingo es también el día de la novela, su tiempo ejemplar, ese que gira y que pasa a lo largo de las 280 vueltas de página de un mundo donde todo, desde las ideas políticas hasta el sudor que permite ganar el pan diario, tiene el carácter de lo provisional, de lo inestable, del mientras tanto, la pausa del domingo.
En ese juego novelesco todo es terreno elusivo, cambiante como la forma misma de la novela, forma cuya única misión parece ser la de dejar florecer y hacer desaparecer en seguida un mundo donde el verbo es rey; la palabra es instantánea, volátil. No sobra recordar que, tambien aquí, las imágenes sucesivas que la novela nos entrega están hechas de la misma materia que las frases de aquel libro de arena de que nos habla Borges, y más nos vale mirarlas, es decir leerlas bien de una vez por todas, porque van a desaparecer de nuestra sensación (de nuestro juego) para siempre. Los Domingos no sirve como libro de cabecera. Ninguna lectura posterior, ningún análisis podrá devolvernos la primera, irrecuperable maravilla.
Y como la forma de la novela, los personajes que encontramos son libres, no importa que sean a veces sólo un nombre y que hasta los confundamos, ni que detrás de ellos o dentro o en algna parte sospechemos la presencia del autor insuflándoles una vida de papel y tinta para que sean lo único que les está dado ser: personajes de ficción. Son libres pero no sufren de crisis existenciales, no los desgarra ninguna encrucijada, no les atormenta ni les asusta el mañana, se ríen serenamente de la finalidad que pueda tener el (su) mundo. Sin embargo, son seres determinados, compuestos a la medida de la novela que los contiene, que los transporta de una página a otra, hechos para vivir, es decir para durar mientras dura la vida, mientras corre el tiempo de la novela, ese espacio para ellos insustituible, limo vital que además de contenerlos les permite revelarse, llegar a ser.
Julio Olaciregui le vuelve completamente la espalda al famoso consejo que Flaubert daba a Maupassant: describir un caballo de tal manera que se nos aparezca en su esencia real, inconfundible entre cincuenta caballos del mismo color y de la misma raza. El narrador de Los Domingos no se presta para ese ejercicio de individuación estética.
Por el contrario, el narrador toma cosas, personajes y situaciones como si buscara, no que se confundan, pero sí mostrarnos hasta qué punto son y somos semejantes, cómo nos parecemos y cómo la vida cotidiana es cotidiana para todo el mundo, en todas partes.
Hasta los personajes que pudiéramos llamar caracterizados, enteros, dejan un margen enorme de libertad al lector, que puede imaginarlos, cercarlos, acomodarse a ellos y con ellos divagar, acompañarlos en búsquedas y errancias por esa Arenosa de sueños, tan huidiza y sin embargo tan presente. Fijémonos que la Barranquilla de la novela no está descrita, no es un lugar, es una atmósfera.
Ninguno de los seres anónimos que pueblan el universo de Los Domingos está instalado en la vida de una vez y para siempre. Incluso don Narci y la niña Marleni, tan "habituales" en su vida normal de todos los días, son presencias que están de paso. Sin utilizar recursos desmedidos, sin hacer contorsiones con la estructura del libro ni alambiques con la lengua, sin complicarle la vida a los personajes ni atormentar la inteligencia del lector, la novela nos entrega sus diferentes tiempos como sobre una plataforma, perspectiva móvil, especie de presente contínuo, reiterativo a veces como el de los sueños.
La intriga, diluida, tenue, casi inexistente se parece al destino de los personajes, destino incierto y, como el de cualquier ser humano, destino sólo al final, con la última página del libro, o con la muerte. Como no existe la tensión del suspense, ese hilito mentiroso que nos va tironeando, el personaje vive libremente su destino, y le va dando, en cada una de sus acciones, un último toque. Pero la intriga no nos interesa, el autor se las arregla para que la olvidemos pronto.
Lo que nos interesa no es ya qué va a hacer cada personaje sino el hecho inmediato, escueto de estar leyendo un libro, yendo al encuentro de lo que nos propone la página, adentrándonos en una novela que se burla con eficacia de las convenciones del género. La palabra del narrador describe pero la descripción no es el inventario detallado del naturalista sino más bien la narración misma hábilmente camuflada; los diálogos, por su parte, vehiculan una resonancia descriptiva.
Con su manera cuidadosamente espontánea de contarnos las cosas, Olaciregui-el-narrador está dentro y fuera de los personajes, cambia de voz y de óptica, se sitúa cada vez en la perspectiva más adecuada, no para hacernos ver a la manera behaviorista, ni para obligarnos a palpar el realismo de su palabra, sino para cumplir la misión del narrador simplemente, es decir para estar ahí con su tiempo libre del domingo, contándonos, permitiéndonos que le sigamos su cuento.
Si Julio Olaciregui no fuera el escritor avezado que es, se podría pensar que se impuso como tarea el evitar la banalidad de lo típico, sin dejarse caer en la abstracción de un imaginario desarraigado. El carnaval de Barranquilla, por ejemplo, pasa de verdad ante nuestros ojos, se nos mete en los oídos; no es una descripción de colores subidos y folcror romántico, no es un paisaje de cromo ni de tierra querida y eso, no es tampoco la visión rápida del turista ni la estrecha del lugareño; el carnaval pasa de verdad porque lo vemos, y lo sentimos porque estamos inmersos en él, somos parte del recuento perfectamente concertado, aunque esporádico, de las situaciones que afectan a los personajes, esa especie de mínimos, instantáneos aconteceres, serie sucesiva de vivencias de una pandilla alegre que se incorpora a la fiesta multitudinaria, y nosotros con ella.
De tal manera que junto con los personajes nos adentramos en el Carnaval. Pero sin romperlo ni mancharlo, igual que Fabricio del Dongo en la batalla de Waterloo, participando sólo parcialmente de las cosas, humana y no divinamente, con las mismas prerrogativas que cualquier otro enfiestado.
Y como la del Carnaval, las otras situaciones son fieles reflejos del suceder cotidiano. Ni son comienzo ni son fin de nada. Y aun esa acción decisiva y que en otro contexto se prestaría a lo melodramático, el abandono del hogar por parte de Charito, se inscribe en un suceder minucioso de actos intrascendentes, de fallidas esperanzas, en ese deambular contínuo de personajes que creyendo saber qué son, quiénes son, no terminan nunca por encontrarse a sí mismos.
Pero esos seres que ocupan el centro del mundo porque son personajes de novela, que viven a la deriva de ese domingo sin fin en que se han convertido sus vidas, no son puros; están contaminados por la realidad de este lado del libro, expuestos a la mirada inteligente del mago que los ha ido sacando de la manga, para verlos crecer a medida que se acumulan las páginas, verlos afanarse en vaivenes mezquinos, desear el cielo, gozar a sus ratos, soportar a sus semejantes.
Es como si Augusto, Vicente, Charito y los otros se hubieran ido apareciendo por turnos, necesitados de venir a la vida, y entonces Olaciregui-el-autor los hubiera enviado donde el otro, donde Olaciregui-el-narrador enclaustrado en su cuartito de París. El narrador los deja venir a visitarlo, dispuesto a no hacerles mucho caso, divertido y resuelto sin embargo a seguirles el juego, pero a distancia, para ver hasta dónde llegan, sin fijarles límites ni horarios, sin tomarlos ni tomarse nunca en serio.
Hay una técnica hábil, sutil, dosificada a lo largo de la novela, técnica sin ningún tipo de alarde ya que es una batalla ganada en el momento mismo de librarse, en el campo de la escritura. Ningún relente de teorías, ningún propósito extra novelístico viene a empañar la página; el verbo no está, le verbo es, desde el principio, y corre con derecho propio por su vasto y exclusivo dominio.
Sin embargo, pese a toda su discreción, el escritor, consciente de sus propósitos y sabedor de los medios de que dispone para lograrlos, se delata, se deja atrapar, lúcido, irónico, mordaz a veces y nostálgico en el vuelo de más de una frase. Si fuera obligado establecer una comparación entre ésta y otra novela, lo haríamos poniendo en el otro platillo de la balanza una obra que sería, a la vez, la más próxima y la más lejana respecto a la que estamos comentando: Hasta el sol de los venados. Sólo la novela de Perozzo, esa ambiciosa formulación verbal, recia, poética y desmedida, serviría de contrapeso a la de Olaciregui, confesión íntima ésta, pública carta de amor por la vida y las cosas de la vida, diario de una nostalgia recreada. Entre las dos novelas, para el desprevenido lector, quizá la de Julio Olaciregui tenga una ventaja: menos páginas.
Para terminar, digamos que en Los domingos de Charito hay un propósito permanente de construcción, más que de información estética. Su misma composición, peligrosamente centrífuga, se manifiesta en su división más aparente, la externa, esa de partes y capítulos que toman sus nombres de los puntos cardinales, visión horizontal del mundo, tensión espacial de lo plano, a las que se añaden el cenit y el nadir, la visión vertical, para darnos, ya no en palabras sino por la vía de un orden puramente estético, la tensión total del espacio de la novela como libro. Los capítulos que componen estas partes toman sus nombres de los días. Pero, además, para acentuar las oposiciones, esta rosa de los vientos está complementada por el color: blanco, negro, rojo y azul. Por eso decimos que en esta organización de las grandes partes del texto narrativo está ya implícita la intención del autor, que no es la de concentrar en unos cuantos párrafos, en unas líneas, una historia, un destino, sino al contrario, extender, sin distorsionar ya que la escritura reposa sobre firmes coordenadas que el autor ha previsto, esos destinos, esas historias que se desprenden de una trama única: la propia del escritor, quien ejerce una actividad de domingo para realizar su función, el gratuito oficio de traer personajes al mundo, "preocupado por retener los días y las substancias, al pie de la letra".
Estrasburgo, Julio de 1988. g.uribe@hotmail.fr
Tomado del Magazine Dominical de VANGUARDIA LIBERAL, texto publicado originalmente por Revista Dos Mundos N° 3, Bogotá, 1988
LOS DOMINGOS DE CHARITO, novela de Julio Olaciregui, Editorial Planeta, Bogotá, 1986
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Herencia de Milagros, Novela de Mario Salazar Montero
EN BUSCA DEL TIEMPO PERFECTO
Por Gabriel Uribe*.
Estrasburgo, primavera de 2008 g.uribe@hotmail.fr
Publicado en NTC … 284 , Abril 1, 2008
Leyendo la novela de Mario Salazar Montero www.mariosalazar.ch , HERENCIA DE MILAGROS, se tiene la impresión de que el tiempo, ese factor que los griegos consideraban como un divinidad más, un fenómeno celeste, no transcurre, y que lo que pasa una y otra vez son sólo las palabras. Aunque la novela, desde luego, tiene un tiempo, el suyo propio, un tiempo fatalmente encerrado, pero no estático sino recurrente. Y en esa especie de magma dimensional nos movemos como en una placenta universal donde se confunden las coordenadas de un antes y un después, un arriba y un abajo y hasta de un bien con un mal.
Los personajes mismos se mueven y comparten ese ir y venir del tiempo, Felix Spinelli en su: "si yo pudiera ser", Cayetano Abarca en el no menos compartido por todos los seres humanos al mirar hacia atrás: "si yo hubiera sido", van tocando cuerdas sensibles en el lector que por momentos siente, junto con el vacío fundamental de ese mundo que llamamos novela, esa realidad hecha libro, infierno y paraíso de puras palabras, el vértigo del tiempo, no solo del ya ido sino del que ahí mismo, mientras nuestras manos pasan las páginas se nos está escapando. Y nos dejamos llevar hacia ese devenir mientras una voz no cesa de hablarnos.
La voz narrativa que nos habla no trata en ningún momento de convencernos de nada. La trama misma de la novela, su anécdota, el componente primario de lo que se cuenta, es cosa que al autor le tiene sin cuidado, o que maneja apenas como una aplicación de esas escolares que se hacen bien por la pura necesidad de mostrar lo bien hecho de la tarea. Nada más. Digamos, que no es lo suyo, lo suyo es el mundo hecho palabras, la incesante fabulación, la repetición de los temas como en la recitación de un ensalmo, encantamiento puro.
Herencia de Milagros, como la novela anterior de Salazar Montero, Felicidad quizás, es un mundo bipolar. El día y la noche, el hombre y la mujer, pasado y futuro y todas las cosas que se nos presentan, en apretada prosa, están ahí no por sí mismas sino con sus opuestos, que actúan interactivamente, para revelarlas, para que podamos mirarlas mejor y, si no comprenderlas del todo (el autor se abstiene, a Dios gracias, de explicarnos nada, nos brinda cuando mucho algunas suposiciones de manera casi velada y muy cortésmente -otro rasgo de este autor, el respeto a la inteligencia del lector) nos permiten al menos captar más cabalmente ese mundo. En la vida, interpretémoslo así, Mario Salazar Montero es ingeniero; en las letras, un tozudo constructor de mundos signifactivos y paralelos.
Pero lo que cohesiona el relato y acapara la atención total del autor en su proceso de escritura es lo que en este momento pasa, momento no instalado en el tiempo gramatical sino en un presente de aqui y ahora, en la frase misma, la que tenemos ante los ojos y que nos va revelando ese universo como si la voz narrativa nos llegara desde el otro lado, el lado amigo, de una línea telefónica distante, diferente, voz diferente a la nuestra y por ende más interesante. Pero entonces, ¿de qué trata la novela? (Al lector que sufra de este tipo de curiosidad como el insomne por la falta de sueño, le anunciaré, de manera muy seria pero no del todo cabal, que el libro trata de la fecundación in vitro.) No pensamos en el tema sino el libro mismo, siempre he creído que un libro se trata como un amigo, se toma y se deja, se consulta, con él se dialoga, con él se sueña, se lleva consigo y finalmente, a lo mejor porque otro libro ha caído en nuestras manos, se olvida.
Muy bien sabemos que el ideal flaubertiano de lograr una novela que no trate de nada sigue siendo un designio secreto de todo escritor o representa al menos una de las constantes de la escritura, de esas que inconscientemente el escritor busca y que el narrador responsable rechaza, pero que sin embargo a la vuelta de la primera hoja se vuelven a introducir en el teritorio imaginado. La vida trata de todo, la novela puede no tratar de nada. Ese vacío que el escritor va, no llenando sino rodeando de palabras -dichas en voz alta o grabadas al buril, como se pueda- tomará al final la forma de un libro, llámese Codigo de Vinchi o llámese Ulises. No nos importa, ya llegados a cierto estadio, lo que el libro nos cuente sino lo que nos diga. Y ese decir, desde los descubrimientos de los formalistas rusos lo sabemos, tiene innumerables niveles, no tanto de escritura, de voces, como de lectura; maneras de interpretar un mundo que el verbo, ya hecho carne y pensamiento y expresión -el verbo no puede vestirse sino de palabra y muchas veces la palabra no puede sino ser voz, no olvidemos que San Agustín temía que la lectura silenciosa condujera a la desaparición de la lengua escrita- y una vez ya expresado, ese decir no puede ni negar ni ocultar, la escritura, la palabra será siempre positiva. Los viajes de Ulises como los libros de la Biblia no están compuestos de puro furor insensato y de ruido divino sino de palabras.
Pero la voz en Herencia de Milagros, de todas maneras, por ser voz de narrador precisamente, es una función situada. Dónde situarse, sin embargo, para contar el cuento, para decir lo que sucedió o va a suceder cuando lo nombremos, no en la realidad del mundo sino en la realidad del mito, ¿cómo contar lo que soñamos si en el momento mismo de contarlo ya hemos dejado de ser el soñador dentro de su sueño y lo que era visión inmediata, desnuda, se nos ha convertido en un vacío que tenemos que transformar en relato, cómo vestir ese fragmento que también pertenece a la realidad con palabras para poder compartirlo? Y no hablamos de publicación de la palabra escrita, porque el primer participante del relato es el que lo está escribiendo y escribirlo es ni más ni menos que contárselo a sí mismo. Entonces se podrá decir todo lo que se quiera pero el primer y casi el único problema de la escritura es el del punto de vista. Marcel Proust fue el primero que tradujo esa gran barrera, escollo y la vez palanca, a términos de tiempo. Desde entonces, y hasta Robbe-Grillet, tiempo y perspectiva no han podido ser tomados el uno sin el otro, fenómeno parecido, si se quiere, a la solución estética que encontramos en los primeros, extraños, multidimensionales y sugestivamente estáticos cuadros de De Chirico.
En Herencia de Milagros el autor ha tenido el acierto de dividir su libro en episodios cuya intensidad dramática los convierte en capítulos perfectos. Pero esta división en capítulos no pasa de ser un engaño amistoso para tranquilizar al lector, de manera que una vez éste convencido de que no se va a llevar una mala sorpresa, porque lo que efectivamente está leyendo es una novela, se adentra en la lectura y es ahí donde va encontrando, gracias a una perspectiva imbricada en el tiempo, el verdadero tema de la novela, no el que nos imaginamos al comienzo cuando estábamos dispuestos a dejarnos llevar por una serie de aventuras, sino el otro, el subyacente, secreto, vertiginoso, ese que Mario Salazar Montero con pleno uso de su arte ha venido elaborando de un libro a otro, plasmándolo sin embargo cada vez de manera diferente. Este es su quinto libro.
Por quinta vez entonces el autor, carne, piel, alma y sangre de sus personajes, nos libra esas vidas soñadas. Pero la aventura personal de Felix Spinelli o de su alter ego Cayetano Abarca o la de Adela no pueden ser significativas sino gracias a la tarea que el escritor les ha impuesto, ser portadores más que pretextos de todas las palabras con las que va a tejer ese sueño, o ese Milagro.
En torno sobre todo a esos tres personajes el autor ha construido un mundo que se muerde la cola él mismo, porque el final puede ser también el comienzo y porque a medida que se avanza en el libro se retrocede por atajos varios en la anécdota que lo compone, y así alcanzamos la clarividente verdad de que el pasado, incluso si está muerto y enterrado no está nunca resuelto, el pasado sigue siendo uno de los problemas que nos esperan en el futuro, sin que sepamos, como lo cuenta de manera magistral esta novela, en cuál de los incontables futuros nos espera, y no sabemos entonces si lo que nos viene con los días por llegar es el verdadero origen de lo que quedó atrás o si, como lo creemos generalmente, las cosas son más simples y sucede lo contrario.
En cuanto a la técnica de la obra yo diría que no existe propiamente en cuanto tal, técnica, etilo y forma son una misma cosa aquí como en los relatos de Kafka, y si bien el autor comienza su libro obligatoriamente por la primera página, no nos oculta que la historia tiene otro comienzo, tampoco nos entretiene con disertaciones innecesarias ni nos da consejos para una vida mejor o al menos más sana; Salazar Montero entra en la novela como sus personajes, que están dispuestos a cambiar el tiempo que les ha sido deparado por su propio ser, su apriencia por su esencia, su presente por su futuro, y nos va dejando en cada capítulo esa partícula de verdad -¿de realidad?- que nosotros en tanto que lectores, parapetados tras las palabras del autor, queremos impunemente seguir buscando.
¿Qué encontramos? Vivísimas las imágenes, crudos los diálogos, nítidas las palabras, y cada episodio con sus vueltas atrás, con sus remordimientos y sus esperanzas, en una historia trunca y sin embargo completa, de borde a borde, como no la podemos hallar en ninguna película, bajo ninguna música, en ninguna obra plástica, historia exlusiva para el uso de la palabra, un mundo secreto expuesto a todos, con un nivel de intimidad total y sin embargo compartido -gracias no a la voz sino a las palabras- para vivir y llevar en común como una más de nuestras espléndidas miserias humanas.
Eso y la magia del sonido, insistimos, que el lector en castellano no podrá pasar por alto, porque además de lo que cada página le aporta como creación estética y materia para el intelecto, cada uno de sus periódos, cada una de sus frases le va cantando al oído. Se tiene la impresión de que Salazar Montero ha dictado su libro o lo ha escrito después de, un poco a la manera de Flaubert, haber "aullado" sus palabras estentóreamente para limarlas hasta encontrarles su pleno sentido.
Al terminar la lectura el lector no será un hombre diferente, nada de eso, nada de purgas existenciales ni propósitos redentores (vade retro Paulo Coello) pero, con todo y con eso, ni más sabio ni más tonto, habrá escuchacho, sin imaginarlo, sin quererlo a lo mejor, ciertas cuerdas de un arpa secreta que, para hablar en terminos freudianos, podríamos decir que pertenecen al mismo instrumento que nos permite oír la música consciente de la líbido: el placer juntado con el intelecto.
En su parte más aparente, territorialmente para hablar ahora como los manuales de geográfia, la novela se desarrolla en dos mundos, el europeo y el latinoamericano, aparentemente, decimos, porque en la realidad de aquello que se ha plasmado, en el imaginario que el libro nos propone, la geografía es una zona completamente onírica, aunque sus imágenes recurrentes nos vayan ayudando a formar un mundo hecho de actos cotidianos, de decisiones intempestivas -como en la vida, ni más ni menos-, de venganzas no tan secretas como lejanas, de sangre color sangre y de piel color piel, y donde la lucha de razas se confunde a veces con la lucha de clases y ésta hasta con los mismos celos -pero cuando decimos celos no hablamos de esa envidiecita civilizada, sarnita común, sino los celos puros, auténticos, de machos y hembras bestiales como en las mejores muestras del teatro isabelino, Shakespeare y compañía incluidos. Pues hay una especie de behaviorismo en las escenas que presenciamos, contadas con detalles de una nitidez alucinante, y hay una buena dosis de obsesión y hasta de locura en las que los personajes recuerdan, estas últimas más poéticas como era de preverse, pero que por ser pertenecientes al pasado, son fatales, funcionan en el libro como fragmentos de tiempo, esparcidas, ineludibles y que quedan siempre, aunque se miren una y otra vez, como momentos absurdos, inexplicables.
Esperamos que en su próxima novela, Mario Salazar Montero escoja como protagonista al personaje que mejor conoce y se ponga en escena él mismo, vestido con el único disfraz que le conviene, el de escritor de libros secretos y concebidos en un voluntario exilio.
Estrasburgo, primavera de 2008 , g.uribe@hotmail.fr
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* Gabriel Uribe, 9 de marzo de 1947, Socorro, Colombia. Después de desempeñarse como profesor en Mérida, Venezuela, se radicó en Francia. Vive desde1980 en Estrasburgo, donde trabaja para los planes de formación contínua profesional. Ha publicado Maquiavelo en Verona, novela histórica, Ediciones UIS, Bucaramanga, 1998; El último retrato de Cecilia Tovar, novela policíaca sin muerto y sin policías, Editorial Vericuetos, Paris, 2006; cuentos, ensayos y fragmentos de teatro suyos han aparecidos en diversas revistas literarias de Colombia y de Francia. Su texto lírico-biográfico El paraguas de César Vallejo, apareció en la recopilación Los Nuestros en París, Ed. Vericuetos, París 2007. Panamericana Editorial publicó su biografía sobre Nicolás Maquiavelo: la conducta de los poderosos, Bogotá, 2006.
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Otra información sobre el autor de la novela: http://www.mariosalazar.ch/ , Mario Salazar Montero kan@netsurfer.ch /// http://www.puntolatino.ch/escritores/literatura_escritoresensuiza08/ /// Mariangelic Schärrer http://mariangelic.blogspot.com/ entrevistó al autor del libro, luego de la presentación. Ver la entrevista en http://www.puntolatino.ch/escritores/entrevista_salazar08/ +
La puesta en escena de la muerte
Gabriel Uribe-Carreño *
Para Ignacio Ramírez
http://www.revistaaleph.com.co/article.php3?id_article=78
http://www.revistaaleph.com.co/auteur.php3?id_auteur=46
Por extraño que nos parezca, los personajes de una novela conllevan una limitación profundamente humana: son nacidos para morir. Pero la muerte, en la novela, requiere siempre de una puesta en escena.
En la vida real, cuando se nos anuncia la muerte de un amigo o simplemente de un conocido, se opera en nosotros un cambio con relación a todo aquello que hasta ese momento ha sido nuestro mundo. Los sentimientos de dolor, de tristeza o sencillamente de pena acompañan la noticia. En cambio, cuando se nos dice que alguien a quien no conocemos ni hemos visto nunca acaba de morir, la noticia no pasa de ser una simple información. Es como si leyéramos un aviso: “Se arriendan apartamentos”. El sentimiento, lo que pueda conmover la fibra emocional no aparece por ninguna parte.
Esto es lo que debería suceder con las muertes en una novela. La cosa no debía pasar de ser una simple información. Sinembargo, para el lector de novelas existen personajes que, sobre todo cuando mueren, se hacen sentir tan profundamente como si se tratara de uno de nuestros conocidos, y a veces hasta duelen más que los amigos de carne y hueso. ¿Por qué? Porque con ellos también hemos vivido, les hemos dado una parte de nuestra vida. Su ausencia, como la de cualquier otro conocido, deja un vacío que nada puede llenar. La vida que les hemos dado mientras leemos la novela (vida vivida como lectura) resulta tan importante para nosotros que, cuando les llega la hora, jamás le perdonamos al autor que nos los haya quitado.
En escena
La muerte, entonces, la desaparición de un personaje es algo que no aceptamos. Hasta el punto de que para que la muerte pueda cumplir su función le exigimos que tenga en la novela la misma fuerza que tiene en la vida real, sólo que allá en el mundo de la ficción, de las apariencias, tiene que aparecérsenos de una manera muy especial, ya que no es muerte pura, como en la vida, sino aparencial : Necesita una puesta en escena. Sí, como en el teatro. Porque si no, noy hay muerte, sino escamoteo.
Hay un gran engaño para el lector cuando el autor, después de “arrancarnos” ese poco de vida prestada que requiere el personaje, de buenas a primeras nos devuelve lo prestado, es decir nos deja ante el vacío. Lo que pasa es que en la novela, como en la vida, necesitamos elaborar interiormente el período de duelo.
De ahí la necesidad de que la muerte se nos aparezca siempre, no cuando ella quiere, como sucede en la vida, sino cuando una necesidad “ambiental” la solicita, y en este caso, de fenomenología pura, la muerte, por ser sólo aparente, necesita un espacio aparte, el de su representación aparente : la puesta en escena.
En una conocida novela de Tolstoi encontramos tres personajes, empleados de un ministerio, en el momento en que uno de ellos informa a sus colegas de la muerte de Ivan Ilich. La muerte de Ivan Ilich apenas sí les dice algo a los empleados que acaban de enterarse, aunque de todos modos lo conocen. A nosotros, lectores, sinceramente, no nos dice nada. ¿Qué puede importarnos Ivan Ilich? Si es apenas un nombre que acabamos de leer, ni siquiera es aún un personaje de novela.
No, la muerte de Ivan Ilich ni nos conmueve, ni nos duele, ni nos impresiona. Si no fuera por el título “La muerte de Ivan Ilich” que figura en la portada del libro, esperaríamos que la historia comanzara al fin de veras, que se nos cuente una vida o un pedazo de vida. Pero lo que sucede es que la historia no sólo ya ha comenzado sino que, en el momento en que leemos la primera página, la historia toda ya ha concluido.
Ivan Ilich está muerto. Sólo que esa muerte no nos importa.
Entonces comienza el trabajo del escritor, su laborioso tejido de palabras y ese vacio, que en otras novelas encontramos al final y en ésta al comienzo, se va llenando , según las reglas del juego, claro, con vida prestada, con vida que el lector siguiendo las palabras de Tolstoi le va dando al personaje, hasta que Ivan Ilich se nos planta ahí mismo, como cualquiera de nuestros conocidos.
En resumen, toda la novela de Tolstoi no ha sido más que una puesta en escena de la muerte de Ivan Ilich. Puesta en escena que en este caso consiste en la tranformación de un espacio, del vacío que dejó un muerto cualquiera en una vida cualquiera, en un espacio significativo, pleno de existencia.
El espacio “irremediable”
Porque la muerte tiene necesidad de espacio. Y eso es en fin de cuentas la puesta en escena, un espacio “irremediable”. Y cuando el espacio donde la muerte ocurre es cerrado, el carácter irremediable de tal figura es doble porque el personaje, viviendo no sólo su destino sino cumpliendo con los «hechos» de la ficción, con la intriga que le han impuesto, nos da la impresión total de que no tiene ninguna escapatoria.
En la novela de Agatha Christie “Los diez negritos” encontramos el modelo del espacio que requiere una puesta en escena perfecta. Una isla.
Los personajes son convocados, con métodos de suspenso propios de la novela policíaca, a reunirse en una isla. Y allá, montada de manera habilísima, la maquinaria minuciosa, precisa, inexorable de una sabia intriga los va eliminando sistemáticamente ante nuestros ojos, pero sin que sepamos todavía cómo y sin que podamos prever nada.
El desafío
Ese espacio “irremediable” que requiere la presencia de la muerte lo crea a veces el mismo personaje. En la vida real la muerte nos llega como término no sólo natural sino real, necesario de la vida, como su última y definitiva etapa, esa sin la cual lo que todos entendemos por vida quedaría incompleto. En la novela, donde la realidad es aparente y las vidas son vidas “prestadas”, la muerte, digámoslo brutalmente, es provocada.
La provocación por excelencia es el desafío.
Pero en la novela, el desafío, como todas las cosas, cuanto más sutil y mejor dispuesto, más eficaz resulta. Inútiles aquí las bravatas a lo Lejano Oeste, los desquites entre asesinos. Una de las más bellas provocaciones, de los desafíos más hondos que haya asumido personaje alguno, lo encontramos en “La fugitiva”, esa novela corta de D. H. Lawrence en la que una inglesa de comienzos del siglo XX, esposa de un propietario de minas en México, siente que ha llegado al colmo del hastío, es decir de sus días aburridos de mujer rica en un desierto de pobres.
Decide entonces desprenderse de todo lo que ha sido su vida hasta entonces y adentrarse, completamente sola, en territorio de indios.
Los indios no la rechazan. Pero sólo la acogen realmente cuando ella afirma que vino a buscar el dios de ellos, y les asegura que ha abandonado para siempre su dios de allá, el de los blancos. Se la presentan al anciano de la tribu, un hombre tan viejo que parece estar muerto. El viejo la mira desde una profundidad inconmensurable, con ojos que conocen no sólo toda la vida de la tribu sino la historia de la humanidad entera. Le hace una sola pregunta: ¿Ha venido a ofrecer su corazón al dios de los indios? Ella, como una autómata, contesta que sí. A partir de ese momento se pone en marcha todo el ceremonial del sacrificio.
Y ese ceremonial, nos damos cuenta de pronto, es apenas la parte más aparente, lo visible, la última etapa del espacio“irremediable” que el desafío de la mujer ha ido creando. Un desafío que se extiende, constante, a todo lo largo del relato, como principal cuerda de tensión, para la historia, y como vocación última para el personaje.
Y la puesta en escena, sacrificial en este caso, se dirige ya hacia su punto culminante. Todo el ambiente es mágico. Los hombres manifiestan una emoción concentrada y profunda que nada tiene que ver ni con ella ni con su condición de mujer, una emoción reverente, y que ella capta en seguida, algo parecido al fervor con que se hace una ofrenda, pero al mismo tiempo se siente como desencarnada, como si su cuerpo ya no le perteneciera.
Finalmente, un indio le habla de los mitos de su pueblo, le dice que la van a vestir de azul para el sacrificio, porque el azul es el color del viento, de lo fugitivo, de todo lo que pasa y no vuelve jamás. Entonces la bañan, la untan de ungüentos, con solicitud y delicadeza pero siempre de manera impersonal, como se lava y se pule una vasija preciosa. Ahora su muerte, (que es la Muerte) es algo ajeno para ella, algo que ella aguarda apenas con la curiosidad con que se espera la solución adecuada de un juego, juego que en el minuto final ha revelado toda su insoportable insignificancia.
En el momento de la ceremonia ella ve a los hombres como éstos la estuvieron viendo antes, no sólo con total indiferencia sino como si fueran transparentes, como si todos los que la rodean pertenecieran a otro mundo. Entonces piensa : “¿Qué diferencia puede haber entre la muerta que soy ahora y la que seré dentro de un instante?”
El enigma sin solución
Otra faceta de la puesta en escena nos presenta la muerte no sólo como solución del juego de la vida sino como conclusión de su enigma mismo (no como su revelación desde luego). ¿Cuál pudo ser el objeto de una tal existencia? En esos momentos de cuentas finales la muerte es algo que rechazamos como nunca, aunque sea de todos modos esperada. Ahí está para demostrárnoslo el Gatopardo, personaje inolvidable de la novela de Lampedusa, último representante de una estirpe antigua condenado a vivir en un siglo donde los príncipes ya no hacen parte sino de las fábulas infantiles y las revistas de glamour.
Mientras se dirige en tren a su querida Sicilia, el príncipe don Fabricio Salina siente cómo el tiempo, igual que los granos de arena de la clepsidra, va pasando del presente hacia el infinito sin que él pueda hacer nada por retardar su decurso.
Y ahí está, también enigma final, el de Harry, el escritor fracasado del cuento de Hemingway al que vemos cuando el avión, que debía salvarlo, arrancándolo a la pesadilla de esa hiena fétida que desde hace días lo ronda en el campamento y que no puede ser sino la muerte, se lo lleva hacia arriba, hacia muy alto, más allá de la vida, hasta las mismas Nieves del Kilimanjaro.
Pompas y vanidades
La muerte, para que sea realmente novelesca, se viste con sus trajes de última ceremonia. Y el estrépito con que se acompaña, y que pertenece a la vida, no la hace sino más presente y más irremediable. El fragor que acarrea entonces tiene visos de tempestad telúrica, como en «El gran Burundún Burundá», de Jorge Zalamea, donde la presencia del aparato más que el de la muerte, su desmedida y retumbante importancia, no le deja escape a nadie, ni a personajes ni a lectores.
Otra muerte, no tanto estrepitosa, sino de consecuencias y proporciones desmesuradas y hasta reñidas con la categoría misma del personaje, es la universalmente sentida de La Mamá Grande, cuya desaparición conmocionó hasta el último rincón de su dominios, y ante la que ni siquiera el Papa pudo ser indiferente, según un testigo de excepción llamado García Márquez.
El sueño
La muerte, en la vida real, nos puede llegar durante el sueño. En las novelas tal cosa sería un ataque artero contra el personaje. De manera que el autor prefiere, o la materia novelesca misma lo exige, que la muerte, si por error llega a ocurrir durante el sueño, por lo menos no llegue sola. Primero aparece el sueño o la visión que la trae, como si la transportara en su carro de últimos despojos, sólo que ese carro sería su medio y el heraldo que la anuncia al mismo tiempo.
Es entonces el delirio de Arcadio Buendía bajo el árbol del patio, visitando en sueños los cuartos sucesivos de la casa hasta el momento en que Ursula lo llama justo en el límite entre dos cuartos y él se queda sin saber cómo salir del laberinto de su muerte.
Es también, aunque muy otro, ese sueño de otra vida, como en el cuento de Onetti, “Un sueño realizado”, con la imagen irreal acariciada desde quién sabe cuánto tiempo por la muchacha que le paga a un grupo de teatro para que se la represente. Pero representar en la vida un sueño es querer ya salirse de la vida misma. Eso lo descubren los actores al final de la representación que hicieron para ella, cuando la muchacha queda sin vida, jugando para siempre el último papel. Su rol verdadero, en fin de cuentas, que pertenecía no a la vida sino a la imagen representada.
En sociedad
La muerte real es un hecho social, y a veces exclusivamente social. En las novelas sucede igual. Entonces se requiere el tipo de puesta en escena correspondiente, como la que dispuso de manera magistral Tolstoi (de nuevo Tolstoi, Tolstoi siempre, qué le vamos a hacer) en la Guerra y la Paz.
El tinglado esta vez se arma en torno al lecho de un moribundo. Es el príncipe Bezukov, que se muere. Las luchas sordas por la herencia entran en juego, se convierten en el principal hilo de tensión narrativa. Y junto con las carreras desaladas de los pretendidos herederos tras la fortuna, todo el aspecto social que conlleva la desaparición de tan alto personaje se pone en movimiento, se apodera, se convierte en conducto único del relato y nos lleva, inconteniblemente, hasta esa parte de la novela en que de repente la muerte crea su propia y exclusiva zona, para aislarla y aislarse, transformándola en tablado donde poder arreglar a su acomodo la puesta en escena. La muerte oficia entonces, aquí y ahora, de Gran Señora y ordena a su alrededor los elementos, nobles y bajos, la sordidez de las intenciones y la magnificencia de los dones, la pureza de alma y lo espurio de sangre con el heredero bastardo, la ocasión “bien aprovechada” de los terceros en el juego, y, gracias a la muerte, piedra de toque, aparecen aquí todas las verdades sin tapujos, las sublimes y eternas tanto como las simplemente transmitidas por el código hereditario de ese mundo aristocrático, y también las otras, las verdades de a puño, las de la cruda realidad, y cuya ignorancia conlleva a la desaparición de las primeras. Todos bajo la misma tolda, digamos sobre el mismo tinglado, desnudos en su intención primera de personajes gracias a la puesta en escena de la muerte.
La vejez
Morir a causa del paso de los años no es un misterio, mucho menos un buen motivo de novela. Pero la muerte en la vejez, cuando el héroe sufre y padece la vida intensamente, como sucede con el héroe de Kawabata en su novela “Las bellas durmientes”, es brindarle una puesta en escena trágica a una circunstancia de veras prosaica.
El viejo de la novela, como para retomar un soplo de su vida de antes, duerme con jovencitas en un sitio extraño, especie de casa de citas para viejos, donde se excluye el sexo, con mujeres a las que narcotizan de antemano para que el cliente no sienta ni la obligación de intentar nada con ellas, ni la vergüenza por su apego a la vida y al único ser dador de vida: la mujer, signo en todo lenguaje críptico de lo que se opone a la muerte.
El error
Pero la muerte puede ocurrir a veces de manera fantástica. Es decir que puede ser tan irreal en las novelas, puede tener tales visos de inverosimilitud, que su aparición atenta contra la ficción misma; pero aún así no deja de ser ella, pues tiene, de todas maneras, su certeza fundamental, la prueba irrefutable de que está ahí: su puesta en escena. Borges, maestro emérito de lo fantástico bien razonado, nos da una puesta en escena donde la muerte llega por error, por no decir que por azar, pero llega irremediablemente, con “La lotería en Babilonia”.
El final itinerante
Otra puesta en escena es la que encontramos en el caso de “La peste”, de Albert Camus, donde la muerte no sólo es un flagelo, (si fuera sólo eso no la sentiríamos tan palpablemente). sino que es algo mucho más complejo y absurdo, verdaderamente la otra cara de la vida, pero es sobre todo, para nosotros lectores, una “causa” itinerante. Como una mensajera de la equidad, la misma muerte llega para todos.
Y en esta novela Camus, con la receta de Agatha Christie, aisla a sus personajes en una ciudad en cuarentena, es decir a donde nadie puede entrar, porque hay que prevenir que el mal se extienda, pero, lo que es peor, de donde nadie podrá salir hasta que el mal se vaya, o sea hasta que esa muerte “equitable” desaparezca. De manera que esa “función” de la vida misma de los personajes, ese límite, esa conclusión que interrumpe para todo destino y lo cierra, no sólo viaja o pasa de uno a otro personaje sino que se desplaza exclusivamente en un recinto hermético, muerte doblemente “irremediable”.
La suma
Pero el mejor modelo de la muerte itinerante, podemos encontrarlo en la la novela de Carlos Fuentes “La muerte de Artemio Cruz”. El personaje central de la novela nace muerto, porque es un hijo bastardo, es decir nace sin nombre en una sociedad donde no tener nombre es ser un nadie. Luego, a los 24 años, Artemio contempla por primera vez la muerte de verdad, viendo un soldado herido que se debate en su hora final. A los 26 años, asiste a la muerte de Zagal, uno de sus compañeros de lucha. Tiene 30, cuando ocurre la muerte de don Gamaliel, su suegro, gracias a la cual accede él a una fortuna, es decir a la vida en grande. A los 38, en un juego de ruleta rusa, siente la muerte pasar a su lado. A los 50 años, muere la sangre de su sangre, su hijo Lorenzo, caído en España defendiendo la República contra los fascistas de Franco. A los 58, muere el «macho» que hay en Artemio, pues Lidia su amante lo abandona. A los 66 años, la foto de Artemio semeja la de una momia azteca, presencia impasible, adorno casi tétrico allá en su casa de Coyoacán. A los 71, la muerte le pasa muy cerca, pues Artemio sale indemne de un accidente de avión, y se da cuenta de que ni siquiera ha sentido miedo. Y, finalmente, a la edad propia de su muerte, La Pelona se le acerca como nunca, resuelta en su intención de tocarlo ahora sí, mientras lo llevan en la camilla hacia el hospital.
No hay, amigo lector, no puede haber muerte en la novela sin su puesta en escena. En la primera y en la última hoja de cada historia encontramos el hilo que la trae, que la oculta, que la señala o que la anuncia y, como en las redes del web, página tras página, y de un libro a otro, gracias a su puesta en escena, podemos irle siguiendo la huella.
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Gabriel Uribe-Carreño
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(n. 1947). Vivió siete años en Venezuela, y desde hace veinticinco fijó su residencia en Estrasburgo, Francia. Se considera un nómada inveterado aunque no le gusta moverse del mismo sitio. La Universidad Industrial de Santander publicó su novela “Maquiavelo en Verona” (1998) y la editorial Indigo, de París, en la selección “Cuentos Colombianos del Siglo XXI” (2005) incluyó uno suyo: “Al filo de la letra”. Su novela policíaca (sin muerto y sin policías) “El último retrato de Cecilia Tovar” acaba de aparecer en París, publicada por la Editorial Vericuetos-Escargots au Galop (2006).